En un polígono industrial de Valencia, algo extraordinario está ocurriendo mientras el resto de España duerme. Entre naves de almacenamiento y talleres mecánicos, un grupo de empresarios ha decidido que ya basta de depender exclusivamente de las grandes eléctricas. Han instalado paneles solares en sus tejados, han conectado sus consumos y han creado lo que los expertos llaman una comunidad energética. No son hippies con ideales utópicos, sino comerciantes pragmáticos que han hecho números y han descubierto que producir su propia energía no solo es posible, sino tremendamente rentable.
Esta revolución silenciosa se está extendiendo por toda España como un reguero de pólvora. Desde pueblos rurales donde los agricultores comparten excedentes solares hasta comunidades de vecinos en grandes ciudades que se rebelan contra las facturas desorbitadas. Lo que comenzó como un movimiento minoritario se está convirtiendo en un tsunami imparable que amenaza con cambiar para siempre el modelo energético español. Y lo más sorprendente es que está ocurriendo casi sin que nos demos cuenta, mientras seguimos discutiendo sobre nuclear sí o nuclear no.
El verdadero motor de este cambio no son las subvenciones ni las ayudas europeas, aunque estas ayudan. Es el simple cálculo económico. Cuando un grupo de personas se une para producir energía colectivamente, los costes se reducen drásticamente. La instalación de paneles solares cuesta menos por unidad cuando se hace a escala comunitaria. Los sistemas de almacenamiento compartido son más eficientes. Y la gestión inteligente de la demanda permite optimizar el consumo hasta niveles que las grandes compañías ni siquiera imaginaban posibles.
Pero hay algo más profundo en juego aquí, algo que va más allá del ahorro económico. Se trata de recuperar la soberanía energética, de dejar de ser meros consumidores pasivos para convertirnos en productores activos. En pueblos como el de Muro de Alcoy, en Alicante, los vecinos no solo han reducido sus facturas en un 40%, sino que han creado un fondo común con los beneficios para financiar mejoras en su comunidad. La energía se ha convertido en una herramienta de cohesión social, en un elemento que une en lugar de dividir.
Los obstáculos, sin embargo, son numerosos. La burocracia española sigue siendo una pesadilla para quienes quieren emprender en el sector energético. Los trámites para legalizar una comunidad energética pueden llevar meses, incluso años en algunos casos. Las distribuidoras tradicionales ven con recelo este nuevo modelo que les resta control sobre el mercado. Y todavía existen vacíos legales que generan inseguridad jurídica para los inversores.
Pero la tecnología avanza más rápido que la legislación. Los sistemas de medición inteligente, las plataformas blockchain para gestionar transacciones entre particulares y las baterías de almacenamiento cada vez más eficientes están creando un ecosistema donde las comunidades energéticas pueden florecer. En Alemania ya existen más de 1.700 de estas comunidades, y en Dinamarca son el modelo predominante en muchas zonas rurales. España, con su abundante sol y su tradición comunitaria, tiene todas las cartas para convertirse en el líder europeo de este movimiento.
Lo más fascinante de todo esto es cómo está transformando la relación de los ciudadanos con la energía. Ya no es algo abstracto que llega por un cable, sino un recurso que se produce, se gestiona y se comparte. Los niños aprenden en los colegios cómo funcionan los paneles solares de su pueblo. Los jubilados monitorizan la producción desde sus smartphones. Los jóvenes encuentran empleo en empresas locales dedicadas a la instalación y mantenimiento de estas infraestructuras.
El futuro, según los expertos más visionarios, no estará dominado por unas pocas megacorporaciones energéticas, sino por una red descentralizada de miles de comunidades interconectadas. Un ecosistema donde cada edificio, cada polígono industrial, cada pueblo será a la vez consumidor y productor. Donde la energía circulará de manera inteligente según las necesidades de cada momento. Donde los cortes de suministro serán cosa del pasado porque la red será resiliente y distribuida.
Mientras escribo estas líneas, en un pueblo de menos de 500 habitantes en la sierra de Madrid, los vecinos están votando para crear su propia comunidad energética. No lo hacen por moda ni por ecologismo radical. Lo hacen porque han visto las facturas de sus hijos y nietos y han decidido que merecen un futuro mejor. Lo hacen porque, después de décadas de depender de otros, han entendido que el poder -el poder de decidir sobre su energía- estaba en sus manos todo el tiempo. Solo tenían que unirse para ejercerlo.
La revolución silenciosa de las comunidades energéticas: cuando los vecinos toman el control de la luz
