En los laboratorios más avanzados de Europa, un gas invisible está preparándose para cambiar las reglas del juego energético. El hidrógeno verde, producido mediante electrólisis con energías renovables, emerge como el eslabón perdido en la transición hacia un sistema descarbonizado. Mientras los gigantes petroleros observan con recelo, países como España se posicionan como futuros exportadores de esta molécula milagrosa.
Las cifras hablan por sí solas: la Unión Europea prevé instalar 40 GW de electrolizadores para 2030, suficiente para abastecer a diez millones de hogares. En la península ibérica, proyectos como el corredor de hidrógeno de Barcelona-Marsella avanzan a ritmo acelerado, desafiando las limitaciones técnicas y económicas que hasta hace poco parecían insalvables.
La clave reside en el abaratamiento espectacular de las renovables. La energía solar fotovoltaica ha reducido sus costes en un 85% durante la última década, haciendo viable la producción masiva de hidrógeno mediante electrólisis. Empresas como Iberdrola y Repsol ya han anunciado inversiones millonarias en plantas que combinarán gigavatios de potencia renovable con avanzados sistemas de electrólisis.
Pero no todo son luces. El transporte y almacenamiento del hidrógeno presentan desafíos técnicos considerables. Su baja densidad energética obliga a comprimirlo a altísimas presiones o licuarlo a temperaturas criogénicas, procesos que consumen hasta el 30% de la energía contenida en el propio combustible. La industria responde con innovaciones: tuberías de acero especial, composites de fibra de carbono y novedosos sistemas de almacenamiento subterráneo.
El sector del transporte pesado se frota las manos. Camiones, barcos y hasta aviones están siendo adaptados para funcionar con pilas de combustible de hidrógeno. Mientras los vehículos eléctricos a batería dominan el mercado del automóvil, el hidrógeno se perfila como la solución ideal para aplicaciones donde el peso y la autonomía son críticos. Empresas como Toyota y Hyundai ya tienen modelos en carretera, silenciosos y que solo emiten vapor de agua.
La geopolítica energética se reconfigura. Países con abundante sol y viento, como España, Chile o Marruecos, podrían convertirse en los nuevos Arabia Saudí del hidrógeno verde. Los gasoductos que hoy transportan gas fósil mañana podrían llevar hidrógeno renovable, creando interdependencias energéticas basadas en la sostenibilidad en lugar de en la explotación de recursos finitos.
Los críticos advierten sobre los riesgos de apostar demasiado fuerte por una tecnología aún inmadura. El llamado "hidrógeno azul", producido desde gas natural con captura de carbono, sigue siendo más barato aunque menos limpio. Algunos expertos temen que la euforia por el hidrógeno distraiga recursos de electrificación directa, solución más eficiente para muchos usos finales.
Mientras el debate continúa, los hechos sobre el terreno se multiplican. En Puertollano, la planta de Iberdrola produce ya hidrógeno verde para fertilizantes. En el puerto de Valencia, grúas pórtico funcionan con pilas de combustible. Y en los despachos de Bruselas, los legisladores diseñan mecanismos de apoyo que podrían hacer de Europa el primer continente impulsado por esta molécula versátil.
El reloj de la descarbonización avanza implacable. El hidrógeno verde no es la bala de plata que resolverá todos los problemas energéticos, pero sí representa una pieza crucial del rompecabezas. Su desarrollo marcará la diferencia entre una transición ordenada y un caos climático que nadie desea.
El hidrógeno verde: la revolución energética que desafía a los combustibles fósiles
