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La revolución silenciosa: cómo las comunidades energéticas están cambiando las reglas del juego en España

Mientras los grandes titulares se centran en megaproyectos y subastas multimillonarias, una transformación más profunda y democrática está tomando forma en pueblos, barrios y polígonos industriales de toda España. Las comunidades energéticas, ese concepto que sonaba a utopía hace apenas cinco años, han pasado de ser un experimento marginal a convertirse en un movimiento imparable que está redefiniendo quién produce, consume y controla la energía.

En un polígono industrial de Valencia, quince empresas han creado una red compartida de paneles solares que cubre el 60% de su consumo colectivo. No se trata de una instalación fotovoltaica convencional: aquí, la energía sobrante de la fábrica de muebles alimenta la nevera de la empresa de catering cuando esta tiene picos de producción. Es un baile perfectamente coreografiado de electrones que reduce facturas y emisiones simultáneamente. "Empezamos por ahorrar dinero, pero terminamos creando algo más valioso: autonomía", explica Marta, una de las impulsoras del proyecto.

El modelo es sorprendentemente simple en su concepto pero complejo en su ejecución. Varios productores y consumidores se asocian legalmente para generar, compartir y gestionar energía renovable a escala local. La normativa europea lo permite desde 2019, pero ha sido la combinación de precios disparados y tecnología accesible lo que ha encendido la mecha. Según datos del IDAE, España cuenta ya con más de 300 comunidades registradas, pero los expertos calculan que existen al menos el triple en proceso de formación o funcionando de manera informal.

Lo fascinante no es solo la tecnología, sino el cambio social que impulsa. En un pueblo de Extremadura, los vecinos han financiado colectivamente una instalación solar que abastece al alumbrado público, la casa cultural y ocho familias vulnerables. Cada participante aportó según sus posibilidades: desde 50 euros hasta varios miles. El retorno no se mide solo en euros ahorrados, sino en calles mejor iluminadas, facturas que no ahogan a las familias más frágiles y, curiosamente, en vecinos que vuelven a conversar sobre algo más que el tiempo.

"Estamos desmontando mitos", señala Carlos, ingeniero que ha asesorado a una docena de comunidades. "El primero: que las renovables son solo para ricos. El segundo: que necesitas ser un experto. Y el tercero, quizás el más importante: que la energía es algo abstracto que viene de 'algún sitio' y sobre lo que no tenemos control".

Los obstáculos, sin embargo, persisten. La burocracia sigue siendo laberíntica, con trámites que pueden alargarse más de un año. Las grandes comercializadoras observan con recelo este empoderamiento ciudadano, aunque algunas empiezan a ofrecer servicios de gestión para estas comunidades. Y está el eterno debate sobre el impuesto al sol, técnicamente eliminado pero cuyos fantasmas aparecen en forma de peajes de respaldo y cargos varios.

Lo que nadie discute es el potencial. Un estudio de la Universidad Politécnica de Madrid calcula que, si solo el 10% de los municipios españoles desarrollara comunidades energéticas, se podrían crear 100.000 empleos locales no deslocalizables. No son empleos en megacentrales, sino en instalación, mantenimiento, gestión y asesoría distribuidos por todo el territorio.

El verdadero giro copernicano, sin embargo, podría estar en cómo esto redefine nuestra relación con el territorio. En Galicia, varias comunidades pesqueras están explorando cómo integrar pequeñas turbinas mareomotrices en sus puertos. En Andalucía, cooperativas agrícolas estudian cómo el biogás de sus residuos puede alimentar no solo sus invernaderos, sino también las escuelas rurales. La energía deja de ser un commodity abstracto para convertirse en un recurso local, con dueños identificables y beneficios que se quedan en la comunidad.

Esta revolución silenciosa tiene un ritmo lento pero constante. No genera portadas espectaculares, pero está cambiando la arquitectura del sistema energético desde los cimientos. Mientras los políticos debaten macroestrategias en salones alfombrados, en polígonos, pueblos y barrios, ciudadanos comunes están escribiendo el capítulo más interesante de la transición energética: el que se hace con las propias manos.

El futuro, parece, será distribuido o no será. Y España, con su sol, su viento y su tradición cooperativista, podría estar escribiendo el manual para el resto de Europa. La pregunta ya no es si las comunidades energéticas crecerán, sino cuánto tardarán en convertirse en la norma más que en la excepción. La respuesta, probablemente, la están escribiendo ahora mismo en una comunidad de vecinos que debate sobre inversiones en paneles solares mientras toman café.

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