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La revolución silenciosa: cómo las comunidades energéticas están cambiando el juego en España

Mientras los titulares se centran en megaproyectos y subastas millonarias, una transformación más profunda y democrática está germinando en pueblos y barrios españoles. Las comunidades energéticas, esos grupos de vecinos, pymes y ayuntamientos que producen y comparten su propia energía renovable, están escribiendo un capítulo inédito en la transición energética. No son utopías ecologistas, sino realidades con cifras concretas: según datos de la Unión Española Fotovoltaica, en los últimos dos años se han constituido más de 300 de estas entidades, y la previsión es que superen las 1.000 antes de 2025.

Lo fascinante de este movimiento es su doble naturaleza: técnicamente sofisticado pero socialmente sencillo. En un polígono industrial de Valencia, quince empresas comparten la energía solar de sus cubiertas a través de una microrred inteligente. En un pueblo de menos de 500 habitantes en Teruel, los vecinos han financiado colectivamente una instalación fotovoltaica que cubre el 70% del consumo municipal. El modelo es tan flexible que se adapta tanto a una comunidad de propietarios en Madrid como a una cooperativa agrícola en Extremadura.

El verdadero disruptor, sin embargo, no es la tecnología sino el cambio de mentalidad. Durante décadas, la energía fue algo que llegaba por un cable y se pagaba en una factura anónima. Ahora, ciudadanos que nunca habían pensado en kilovatios-hora debaten sobre inversiones en paneles, coeficientes de reparto y excedentes vertidos a la red. La jerga técnica se ha colado en las conversaciones de café, y con ella, una nueva forma de entender la soberanía energética.

Los obstáculos, claro está, no han desaparecido. La burocracia sigue siendo una carrera de obstáculos para proyectos que deberían ser ágiles. La normativa, aunque ha mejorado con el Real Decreto 244/2019 y su posterior desarrollo, aún presenta lagunas para el autoconsumo colectivo. Y el acceso a financiación sigue siendo más complicado para un grupo de vecinos que para una multinacional. Pero aquí reside otra paradoja interesante: estas dificultades están forjando comunidades más resilientes y mejor organizadas.

El impacto económico va más allá del ahorro en la factura. En zonas rurales especialmente afectadas por la despoblación, las comunidades energéticas están generando empleo local -instaladores, gestores, mantenedores- y reteniendo capital que antes fluía hacia grandes ciudades. Cada euro ahorrado en energía se reinvierte en la comunidad, creando un círculo virtuoso de desarrollo local. No es casualidad que muchos de estos proyectos surjan en territorios que fueron pioneros en cooperativismo agrario hace décadas.

La dimensión tecnológica también evoluciona a velocidad de vértigo. Si las primeras comunidades se basaban principalmente en fotovoltaica, ahora incorporan baterías de segunda vida, gestores de demanda que optimizan el consumo según la producción, e incluso pequeños aerogeneradores en zonas con recurso eólico. La digitalización permite que un agricultor en Cáceres pueda monitorizar y controlar su participación en una comunidad energética desde su teléfono móvil.

Lo que comenzó como iniciativas aisladas está convergiendo en redes más amplias. Federaciones de comunidades energéticas están emergiendo para compartir conocimiento, negociar colectivamente con proveedores e incluso crear mercados locales de energía. Este ecosistema colaborativo contrasta con el modelo tradicional centralizado, y su crecimiento orgánico recuerda más a internet en sus primeros días que a la planificación energética convencional.

El futuro inmediato presenta dos caminos paralelos. Por un lado, la consolidación del modelo actual, con mejoras regulatorias y tecnológicas que lo harán más accesible. Por otro, la integración con otros sectores: comunidades que no solo producen electricidad, sino que gestionan de forma inteligente la movilidad eléctrica, la climatización de edificios o incluso el tratamiento de residuos. La energía deja de ser un servicio para convertirse en el eje de comunidades más autosuficientes y sostenibles.

Esta revolución silenciosa tiene un ingrediente especialmente poderoso en el contexto español: la recuperación de un tejido asociativo que parecía debilitado. Las comunidades energéticas están demostrando que la transición ecológica puede ser, también, una transición social que fortalezca el capital comunitario. No se trata solo de cambiar fuentes de energía, sino de reinventar cómo nos relacionamos con ella y, en el proceso, cómo nos relacionamos entre nosotros.

Los grandes números de la energía -gigavatios, millones de toneladas de CO2 evitadas- seguirán acaparando portadas. Pero quizás el legado más duradero de esta transición no esté en las estadísticas macroeconómicas, sino en las pequeñas historias de comunidades que han tomado las riendas de su energía. En un mundo de crisis climática y precios volátiles, recuperar cierto control sobre algo tan básico como la energía no es solo inteligente: es profundamente humano.

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