El ocaso del hidrógeno verde: promesas incumplidas y realidades económicas
En los despachos de Bruselas y los ministerios de energía de media Europa, el hidrógeno verde se vendió como el Santo Grial de la transición energética. Las estrategias nacionales lo colocaron en el centro de sus planes, las empresas energéticas destinaron miles de millones a su desarrollo y los políticos lo anunciaron como la solución definitiva para descarbonizar industrias pesadas y transporte. Pero tras el entusiasmo inicial, la realidad está golpeando con fuerza: los proyectos se retrasan, los costes se disparan y la viabilidad económica se cuestiona cada día más.
La paradoja del hidrógeno verde reside en su propia naturaleza. Para producir hidrógeno mediante electrólisis usando energías renovables, necesitamos cantidades masivas de electricidad limpia y barata. Sin embargo, en un contexto donde la eólica y la solar aún luchan por cubrir la demanda eléctrica convencional, destinar esa energía preciosa a producir hidrógeno parece un lujo que pocos países pueden permitirse. Los números no mienten: según los últimos análisis, el hidrógeno verde cuesta entre dos y tres veces más que el hidrógeno gris producido con gas natural, incluso con los precios actuales del gas.
Mientras tanto, en los puertos europeos, los proyectos de importación de hidrógeno desde países con mejores recursos renovables avanzan a paso lento. Chile, Australia y Marruecos prometieron ser los grandes exportadores del futuro, pero la infraestructura de transporte sigue siendo el cuello de botella. Convertir el hidrógeno en amoníaco para su transporte y luego reconvertirlo implica pérdidas energéticas del 30-40%, haciendo aún más difícil la ecuación económica. Las terminales de importación especializadas son escasas y los buques capaces de transportar hidrógeno líquido a gran escala todavía son proyectos en papel.
La industria pesada mira con escepticismo esta revolución anunciada. Las acerías, las cementeras y las químicas necesitan certidumbre en el suministro y precios competitivos para no perder frente a competidores de otros continentes. Cambiar sus procesos para usar hidrógeno implica inversiones millonarias que solo se justifican si existe la garantía de que el hidrógeno verde estará disponible en cantidad y a precio razonable. Hasta ahora, esa garantía brilla por su ausencia.
Los defensores del hidrógeno argumentan que es cuestión de tiempo y escala. Que los costes caerán como cayeron los de la solar fotovoltaica, que la tecnología mejorará y que las economías de escala harán su magia. Pero el tiempo juega en contra en la carrera climática. Mientras esperamos que el hidrógeno verde se haga realidad, las emisiones siguen aumentando y los objetivos de descarbonización para 2030 se acercan peligrosamente.
En este panorama, algunas voces críticas proponen centrar los esfuerzos en electrificar directamente todo lo posible, reservando el hidrógeno solo para aquellos usos donde la electricidad no puede llegar. La eficiencia energética de la electrificación directa es muy superior: mientras un coche eléctrico aprovecha el 80% de la energía, uno de hidrógeno apenas llega al 30%. En calefacción, las bombas de calor triplican la eficiencia de las calderas de hidrógeno.
La geopolítica añade otra capa de complejidad. Europa depende actualmente del gas ruso, y con el hidrógeno verde podría caer en una nueva dependencia de países exportadores. Los proyectos en el Sáhara o en Oriente Medio plantean dilemas estratégicos similares a los que ya conocemos con los combustibles fósiles. La autonomía energética europea podría verse comprometida si no se desarrolla una producción doméstica significativa.
Mientras tanto, en España, los proyectos piloto avanzan lentamente. La fábrica de Fertiberia en Puertollano, la planta de hidrógeno en Mallorca o el corredor del Ebro son ejemplos prometedores pero aún insuficientes. La falta de una red de transporte dedicada y la complejidad regulatoria frenan su desarrollo. Los fondos europeos llegan, pero la burocracia los retiene.
El futuro del hidrógeno verde se decide estos días en laboratorios, consejos de administración y ministerios. La tecnología existe, pero hacerla económicamente viable a gran escala sigue siendo el gran desafío. Mientras tanto, el reloj climático sigue corriendo y las alternativas más simples y eficientes ganan terreno. Quizás el hidrógeno verde termine encontrando su nicho, pero difícilmente será la panacea que nos vendieron.
La paradoja del hidrógeno verde reside en su propia naturaleza. Para producir hidrógeno mediante electrólisis usando energías renovables, necesitamos cantidades masivas de electricidad limpia y barata. Sin embargo, en un contexto donde la eólica y la solar aún luchan por cubrir la demanda eléctrica convencional, destinar esa energía preciosa a producir hidrógeno parece un lujo que pocos países pueden permitirse. Los números no mienten: según los últimos análisis, el hidrógeno verde cuesta entre dos y tres veces más que el hidrógeno gris producido con gas natural, incluso con los precios actuales del gas.
Mientras tanto, en los puertos europeos, los proyectos de importación de hidrógeno desde países con mejores recursos renovables avanzan a paso lento. Chile, Australia y Marruecos prometieron ser los grandes exportadores del futuro, pero la infraestructura de transporte sigue siendo el cuello de botella. Convertir el hidrógeno en amoníaco para su transporte y luego reconvertirlo implica pérdidas energéticas del 30-40%, haciendo aún más difícil la ecuación económica. Las terminales de importación especializadas son escasas y los buques capaces de transportar hidrógeno líquido a gran escala todavía son proyectos en papel.
La industria pesada mira con escepticismo esta revolución anunciada. Las acerías, las cementeras y las químicas necesitan certidumbre en el suministro y precios competitivos para no perder frente a competidores de otros continentes. Cambiar sus procesos para usar hidrógeno implica inversiones millonarias que solo se justifican si existe la garantía de que el hidrógeno verde estará disponible en cantidad y a precio razonable. Hasta ahora, esa garantía brilla por su ausencia.
Los defensores del hidrógeno argumentan que es cuestión de tiempo y escala. Que los costes caerán como cayeron los de la solar fotovoltaica, que la tecnología mejorará y que las economías de escala harán su magia. Pero el tiempo juega en contra en la carrera climática. Mientras esperamos que el hidrógeno verde se haga realidad, las emisiones siguen aumentando y los objetivos de descarbonización para 2030 se acercan peligrosamente.
En este panorama, algunas voces críticas proponen centrar los esfuerzos en electrificar directamente todo lo posible, reservando el hidrógeno solo para aquellos usos donde la electricidad no puede llegar. La eficiencia energética de la electrificación directa es muy superior: mientras un coche eléctrico aprovecha el 80% de la energía, uno de hidrógeno apenas llega al 30%. En calefacción, las bombas de calor triplican la eficiencia de las calderas de hidrógeno.
La geopolítica añade otra capa de complejidad. Europa depende actualmente del gas ruso, y con el hidrógeno verde podría caer en una nueva dependencia de países exportadores. Los proyectos en el Sáhara o en Oriente Medio plantean dilemas estratégicos similares a los que ya conocemos con los combustibles fósiles. La autonomía energética europea podría verse comprometida si no se desarrolla una producción doméstica significativa.
Mientras tanto, en España, los proyectos piloto avanzan lentamente. La fábrica de Fertiberia en Puertollano, la planta de hidrógeno en Mallorca o el corredor del Ebro son ejemplos prometedores pero aún insuficientes. La falta de una red de transporte dedicada y la complejidad regulatoria frenan su desarrollo. Los fondos europeos llegan, pero la burocracia los retiene.
El futuro del hidrógeno verde se decide estos días en laboratorios, consejos de administración y ministerios. La tecnología existe, pero hacerla económicamente viable a gran escala sigue siendo el gran desafío. Mientras tanto, el reloj climático sigue corriendo y las alternativas más simples y eficientes ganan terreno. Quizás el hidrógeno verde termine encontrando su nicho, pero difícilmente será la panacea que nos vendieron.